Fijar objetivos claros para argumentar una idea o acometer una acción es como definir
el ADN del producto, estableciendo las normas formales por donde trascurrirá su
evolución. En pequeña escala, el ser humano no emprende ninguna actividad sin
haber determinado antes una estrategia de actuación. Nuestro automatismo emocional
ante un emprendimiento se fundamenta en el análisis espontáneo del
coste-resultado, si bien no somos capaces de percibirlo racionalmente. En el
momento de enfrentarse a cualquier acción, la mente realiza un rápido análisis
de lo que vamos a hacer, cómo lo vamos hacer y los posibles resultados. Aunque prácticamente
nunca reparamos en el alcance conceptual de la estrategia de cumplir los
objetivos, si analizamos cualquier evento, por ejemplo salir a caminar al final
de la tarde, nos daremos cuenta de que antes de emprender la marcha hemos
establecido un mapa de causa-efecto para llevarla a cabo, pensando cuánto
tiempo estaremos entregados a la actividad, qué distancia recorreremos, cómo
iremos vestidos, qué buscamos...
La segunda
fase de esta estructuración del esqueleto de la actividad debe empezar por
respetar el mapa establecido. En este punto es importante fijarse en el alcance
de la palabra respetar, porque
haciéndolo nos daremos cuenta de la trascendencia de la decisión que se toma.
Si no respetamos el plan inicial, estaríamos constantemente renunciando a
nuestro objetivo en beneficio de otros que hemos adoptado por el camino,
estaríamos abriendo un negocio de zapatos para luego convertirlo en librería y
luego en farmacia y así hasta el infinito. Es decir, plantearíamos un
galimatías de decisiones imposibles de aplicar y en esas condiciones, la
decepción está a la vuelta de la esquina.
Este es un extracto del contenido del libro: Interés productivo, la mejor manera de aprovechar el conocimiento.
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