Los discursos engañan |
En estos días de actualidad política efervescente, sobre todo por el ala extrema de la derecha, que nos tiene perplejos y desmoralizados, vale la pena hacer una pequeña reflexión sobre nuestra contribución, como ciudadanos libres, en todo esto. ¿Cuánto hemos puesto y hemos quitado en la configuración de las fuerzas políticas emergentes? Hablo de los bloques que dominan la actualidad de varios países del mundo, esos que vitorean el brexit o que se niegan a firmar el acuerdo sobre el cambio climático.
Es innegable que vivimos un momento de hartazgo político muy severo, lo cual conlleva a cambiar de bandera ideológica y optar por las nuevas alternativas o por quienes más ruidos hacen, las extremas, sobre todo de derechas. En esto último radica toda la preocupación, porque son los que plantean los cambios más radicales, apuntando directamente a quienes carecen de recursos, necesitan más protección o apenas tienen para salir adelante. Lo digo bien, para salir adelante, lo que quiere decir que necesitan vivir.
Por otro lado, tampoco debemos olvidarnos que somos los ciudadanos las fuentes de estos cambios. Es innegable que todo movimiento es legítimo y respetable en un estado democrático, pero fortalecerles con nuestro apoyo sin valorar sus propuestas o sin mirar el objetivo final de sus planteamientos, es para mí un peligroso error. No sería la primera vez que el mayor fuente de apoyo de estos movimientos radicales sean los grupos que, finalmente, acaban siendo los más perjudicados.
De todo lo que surge, a la sombra de este cambio radical, lo que más me inquieta es la dialéctica ofensiva y desmedida que se pone en manos de los ciudadanos de a pie, tan necesitados como yo y tan afectados por el cambio como muchos. Es evidente que hemos perdido la capacidad de diálogo entre personas, ese foro de intercambios de ideas donde todas las partes escuchan y todas las partes opinan. Ahora vivimos avasallados por los nuevos simpatizantes que se especializan en utilizar fragmentos de la idea radical contra cualquiera, sin siquiera comprender su contenido ni valorar sus consecuencias. Simplemente, se hacen portavoces de la nueva liturgia, esgrimiendo comentarios destructivos en cualquier foro, con marcado carácter racista, fascista, homófoba, y todo lo que les venga en ganas.
Por desgracia, los mejores años de la militancia política ha desaparecido, esa militancia de verdad, donde los derechos de las minorías eran reclamados por la mayoría sin pedir nada a cambio. Nuestros políticos actuales han dejado de estar con los pies en el suelo, el mismo suelo donde patalean los necesitados, y han optado por instalarse en las nubes, donde solo hablan entre ellos mismos, de derechos invisibles, en foros suyos, olvidándose totalmente de la masa social a la que representan.
Como he dicho antes, en esto todos tenemos algo que decir. Porque creo que hemos ido perdiendo, de algún modo, la capacidad para diferenciar entre el poder y el valor. Para evitar el error de cálculo que empuja a alguien al poder sin mirar su valor, especialmente para abanderar iniciativas de interés general, debemos entender, según pienso, que el valor es más determinante que el poder. Porque muscular fuerzas políticas sin ningún sentido de lealtad social, lo que en este caso sería su valor, es equivocarse y es optar por la peor solución.
Entiendo que muchos prefieren el ruido ante que la sensatez y el compromiso general, pero pensar eso condena al deterioro, casi irreversible, de los derechos sociales, y recrudece las diferencias entre personas, una tendencia peligrosa para los que carecen de recursos, y aquí no solo hemos de incluir al 20% de españoles que están en la pobreza extrema, sino a casi todos, además de los inmigrantes, los discriminados sexualmente, etc. Un poco de reflexión antes de atacar, sería la receta ideal.
Es innegable que vivimos un momento de hartazgo político muy severo, lo cual conlleva a cambiar de bandera ideológica y optar por las nuevas alternativas o por quienes más ruidos hacen, las extremas, sobre todo de derechas. En esto último radica toda la preocupación, porque son los que plantean los cambios más radicales, apuntando directamente a quienes carecen de recursos, necesitan más protección o apenas tienen para salir adelante. Lo digo bien, para salir adelante, lo que quiere decir que necesitan vivir.
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De todo lo que surge, a la sombra de este cambio radical, lo que más me inquieta es la dialéctica ofensiva y desmedida que se pone en manos de los ciudadanos de a pie, tan necesitados como yo y tan afectados por el cambio como muchos. Es evidente que hemos perdido la capacidad de diálogo entre personas, ese foro de intercambios de ideas donde todas las partes escuchan y todas las partes opinan. Ahora vivimos avasallados por los nuevos simpatizantes que se especializan en utilizar fragmentos de la idea radical contra cualquiera, sin siquiera comprender su contenido ni valorar sus consecuencias. Simplemente, se hacen portavoces de la nueva liturgia, esgrimiendo comentarios destructivos en cualquier foro, con marcado carácter racista, fascista, homófoba, y todo lo que les venga en ganas.
Por desgracia, los mejores años de la militancia política ha desaparecido, esa militancia de verdad, donde los derechos de las minorías eran reclamados por la mayoría sin pedir nada a cambio. Nuestros políticos actuales han dejado de estar con los pies en el suelo, el mismo suelo donde patalean los necesitados, y han optado por instalarse en las nubes, donde solo hablan entre ellos mismos, de derechos invisibles, en foros suyos, olvidándose totalmente de la masa social a la que representan.
Como he dicho antes, en esto todos tenemos algo que decir. Porque creo que hemos ido perdiendo, de algún modo, la capacidad para diferenciar entre el poder y el valor. Para evitar el error de cálculo que empuja a alguien al poder sin mirar su valor, especialmente para abanderar iniciativas de interés general, debemos entender, según pienso, que el valor es más determinante que el poder. Porque muscular fuerzas políticas sin ningún sentido de lealtad social, lo que en este caso sería su valor, es equivocarse y es optar por la peor solución.
Entiendo que muchos prefieren el ruido ante que la sensatez y el compromiso general, pero pensar eso condena al deterioro, casi irreversible, de los derechos sociales, y recrudece las diferencias entre personas, una tendencia peligrosa para los que carecen de recursos, y aquí no solo hemos de incluir al 20% de españoles que están en la pobreza extrema, sino a casi todos, además de los inmigrantes, los discriminados sexualmente, etc. Un poco de reflexión antes de atacar, sería la receta ideal.
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