Confinamiento desesperado |
Toda la información que se vuelca en nuestras manos en estos días, y que consumimos quizá con excesiva ansiedad, nos permiten los mejores análisis de realidad. No es arriesgado aventurar que es la mejor radiografía de nuestra sociedad, porque no somos tertulianos, ni articulistas, ni reporteros de información sobre el terreno, sino simples observadores. Todo eso arroja importantes conclusiones, mayormente positivas respecto a la solidaridad, la buena vecindad, la creatividad, la capacidad de dar todo por los que están enfermos, etc. Sin embargo, no se puede dejar de lado, al menos, tres conclusiones negativas que dejan hasta este momento el aislamiento.
Enlaces relacionados
- El peso de la ilusión - El peso de la mentira - Insultar ya no cuesta nada - El miedo a lo fácil - Regalar un elogio |
Primera conclusión.
La pérdida de control de los actos. La feroz manifestación del individualismo,
que hizo acto de presencia en el minuto uno de la crisis, ni bien se anunció la interrupción
de algunos servicios. Este atentado a la comunidad
saludable mostró que la capacidad de sorpresa no tiene límite.
Asistir a la lucha sin cuartel por desbalijar supermercados,
por llegar primero a lo último que quedaba en las estanterías, por no dejar
nada para los demás, a costa de lo que fuera, desnudó lo más mezquino de los
conciudadanos. Pero por encima de todo eso, una imagen queda en la retina, es
la de una señora con un carro abarrotado de yogures. Surgen cientos de
interrogantes en torno a esa actitud, algunas justificables, aunque otras, sin
respuestas razonables.
La primera es de lealtad
social: si alguien actúa con esa ceguera, no se le puede negar un individualismo
atroz, porque acaparar un producto, mayormente destinado a niños, es impedir
a quienes no son de esa familia acceder al producto; es pensar
que los demás no importan.
Lo segundo tiene que ver con la capacidad de consumo, que no tiene límite ni control. Apropiarse
de todos los yogures y destinarlos a un grupo tan reducido de consumidores, olvidando
que son productos perecederos, es perder completamente el sentido común. Sin
embargo, en ese momento, el desatino parecía razonable, y la lucha se
concentraba en demostrar quién se surtía con la mejor reserva.
Lo repito, deleznable.
Segunda conclusión.
La clase política, al menos una parte de ella, en absoluto es reflejo de esta
sociedad. En muchos momentos, por desgracia, aflora la verdadera personalidad de ciertos políticos, independientemente de la línea ideológica que
defienden. La calidad de la clase política depende de todos los políticos, y
ver cómo algunos lanzan mensajes completamente fuera de lugar, contrarios al
interés general, y ofensivos al sacrificio personal de los ciudadanos, resulta
difícil de entender, y más difícil aún de aceptar.
No es admisible, bajo ningún concepto, actuar de manera tan rastrera,
hostil, inoportuna, partidista, cuando existe un frente común. Ser personaje
público, pertenecer a la clase política, conlleva mucho más de lo que algunos
ofrecen alentando opiniones ofensivas, falsos mensajes que únicamente persiguen
insultar a los del bando contrario, deshonrando el esfuerzo de los demás, como
si ellos tuviesen la fórmula mágica para resolver la crisis. Eso no es hacer
política, porque el ámbito político supone una representación social, la defensa
del interés general y, bajo ese parámetro, no todo vale. Ostentar la
representación ciudadana significa empujar hacia un mismo objetivo cuando la situación
se vuelve crítica, y no intentar sacar partido de la desgracia. Por lo tanto,
ver a algunos hacer lo que hacen, no redunda en beneficios ideológicos, antes bien
alimenta el desprecio a las personas, ahonda en el radicalismo. Produce tanto
rechazo e impotencia la asunción de mentiras inasumibles de ciertos políticos
que, muchos ciudadanos honrados, se vuelven radicales opositores a esa marca
política. Por desgracia, conseguir adeptos desde las descalificaciones y el
ataque irracional, parece más efectivo que ser honesto y responsable.
A mí estos no me representan ¿y a ti?
Tercera conclusión.
La falta de conciencia cívica. Es razonable pensar que todos somos cívicos y
que el respeto es la base de la buena convivencia, sobre todo cuando muchos
hacen un esfuerzo inhumano por luchar contra algo de carácter global. Pero
comprobar que unos pocos solo piensan y actúan por caprichos personales, o por
intereses individuales, es deprimente. Naturalmente, ahora resulta más fácil hacer
un juicio de valor, pero asistir a la falta de civismo, de un grupo reducido,
por cierto, mientras el resto están encerrados, atrapados por la preocupación
de que el virus se propague, es de difícil digestión. Es incomprensible la
actitud grosera de algunos ciudadanos, que se enfrentan a las fuerzas del
orden, o que se saltan la cuarentena sin la más mínima justificación,
simplemente por voluntad propia. Inexplicable.
Afortunadamente, no todo es negativo, y esta crisis
también saca lo mejor de las buenas personas. En una sociedad de ida y venida,
faltan muchas personas buenas para combatir a las pocas que son malas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe un comentario. Solo pido moderación y respeto.