lunes, 13 de enero de 2020

Insultar ya no cuesta nada


Insultar no cuesta nada
Vivimos días de debate social encaramados a una brusquedad verbal inaudita. Asistimos a una oratoria política intensa que, por desgracia, se ha trasladado a la sociedad. Hasta hace muy poco no estaba bien visto recurrir al lenguaje violento, ofensivo, fuera de lugar, pero una vez asumido este modo por la clase política, la niebla ha bajado sobre la gente y ahora son recurrentes los calificativos como fraude, estafador… Insultar ya no cuesta nada.

La rudeza verbal no es un recurso natural para expresar las discrepancias, pero, de repente, algunos se sienten legitimados a emplearla para llegar donde no pueden de otra forma.

Los políticos no ven el insulto como peldaño final antes de desaparecer como delegados sociales competentes; insulta quien ya no tiene argumentos y ha fracasado en el debate. Tras el insulto no queda nada, solo el silencio… al menos debería ser así, pero los políticos han descubierto un nuevo escenario, y cuando parecía no quedar terreno donde huir tras el insulto, han encontrado un campo fértil para sus diatribas: los fanáticos.

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Una cosa es tener convicciones opuestas o enfrentadas, en este caso me refiero a los ciudadanos, y otra muy distinta, caer en la desgracia de asumir las desconsideraciones del político a quien se vota.

Las figuras públicas, que gozan de grandes privilegios, muchas veces detestan a quienes adoptan actitudes que amenazan sus refugios, arrogándose una protección infinita, como si nadie pudiera desafiarles. Hablamos de personas que disfrutan de las mejores relaciones, de los contactos más influyentes, además de disponer de recursos admitidos por los propios ciudadanos, pero que detestan la autocrítica. Por lo tanto, confunden el sentido de lealtad, pues ostentar el poder sobre la sociedad no significa usarlo contra ella cuando demanda una rendición de cuentas.

En definitiva, ese ambiente ofensivo ha envuelto a la sociedad y en muy poco tiempo se ha convertido en un instrumento social, en detrimento del análisis o el diálogo. Naturalmente, los insultos no son gratuitos, pero muchos los asumen con cierta libertad. El principal arma de los representantes públicos es la palabra y si lo emplean con desparpajo, especialmente para acusar a los demás de delitos de los que son los principales artífices, sus incondicionales se ven liberados para heredar la semántica.

La dialéctica ofensiva entraña un peligro, porque personas que hasta ahora habían demostrado transigencia y capacidad de diálogo, se han transformado en hooligans de la nueva oratoria, son capaces de insultar y, en algunos casos, incluso de amenazar a quienes disienten con sus ideas.

Por lo tanto, ¿es razonable alentar esta nueva realidad? No. A pesar de las apariencias, no existe ningún placer en el insulto, la agresión verbal no libera sino que irrita, inquieta, insta a oponerse, y es ahí cuando el desencuentro se vuelve irreversible; las pequeñas diferencias entre personas, razas, creencias sobre las que se transige por el bien de la convivencia, se dinamita y la reconciliación se vuelve imposible. El precio que se paga por la incapacidad para debatir, por la falta de argumentos, es tremendamente elevado.

No es saludable perder de vista la utilidad de los debates políticos, un foro de autocrítica, de cambio de rumbo para encontrar mejores alternativas a los problemas de la gente. Sin embargo, actualmente parece que todo eso no importa y que toca acallar cualquier reproche, o a quien cuestiona el manejo deficiente de los recursos o el desvío de fondos públicos. La ideología ha dejado de tener importancia, en favor del sentimiento personal que, por desgracia, deja ver las peores intenciones. Nunca se debió encender esa mecha, porque en muy poco tiempo ha encendido la confrontación y ha aumentado el número de discípulos de la oratoria violenta e irreflexiva. Si un falso mensaje cae en manos inapropiadas, quien lo asume se siente alarmado por una realidad ajena a su posición social, económica o política, pero lo asume con virulencia como si fuera realmente perjudicial para sus intereses personales.

En la política, cuando se pierde la visión sobre la realidad y solo prevalece imponer las ideas partidistas, lo que se está dilapidando es la credibilidad para representar a los ciudadanos, porque no hay representación más viciada que aquella que se erige por capricho o por cumplir con el partido. Hasta ahora, la virtud política radicaba en su capacidad para asumir lo que más convenía a todos, pero si, como se está viendo, se busca imponer una idea simplemente para que la otra corriente no llegue al poder, sin duda, la legitimidad está pervertida. Instar a hacer lo imposible para evitar que otros representantes lleguen al poder, es una aberración que no debe representar a nadie.

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