sábado, 8 de febrero de 2020

El peso de la mentira


No somos muñecos
 Últimamente, de manera recurrente, algunos dirigentes políticos son expulsados de las manifestaciones, aunque acudan para apoyar las reivindicaciones de los participantes.

 ¿Por qué ocurre esto? Por la pérdida de credibilidad. La rentabilidad de las mentiras, en esta sociedad de la información, es cada vez menor y la desconfianza todo lo corroe. Está claro que alentar los infundios, para muchos políticos, es una forma de negar su papel de secundario en la representación social, y lo articulan para oponerse a cualquier tipo de compromiso. Actúan como aquel borracho que se niega a reconocer que es alcohólico, afirmando que dejaría de beber si quisiera, pero que no le da la gana hacerlo.


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 No hay peor engaño que defenderse alentando la mentira. Pero todo es posible cuando el auditorio pasa por la travesía de la incertidumbre, porque su condición ayuda a encender la idea de que el orador dice la verdad y de que esa verdad es categórica. Al fin y al cabo, las personas necesitan creer que más allá de su necesidad hay un futuro mejor, y que su situación cambiará sustancialmente si asume las palabras del mentiroso. Esa es la suerte del falaz, que siembra la falsa idea en la carencia de las personas, una concurrencia seducida por la esperanza de revertir su situación, persuadida de que el ahora es peor que el porvenir. Pero nada de eso es verdad, porque el fundamento ideológico del mentiroso está sustentado en el engaño.

 Mientras la estrategia de los políticos arteros se articula en la necesidad de mantener la visibilidad pública, la de los ciudadanos se trata de sobrevivir. Sabemos que la privación de privilegios induce al individuo a reivindicar derechos o a defender demandas de situaciones que desconoce, contribuyendo a ciegas en protestas establecidas sobre falsedades oportunistas. Este es un terreno propicio para los líderes falaces.

 Naturalmente, muchas de las actuaciones políticas son intencionadas y otras, más bien inocentes, porque no existe ningún supuesto donde algo sea verdad y mentira a la vez. Por lo tanto, alentar los infundios puede deberse al intento consciente de moldear una idea en busca de beneficios partidistas o, en el peor de los casos, se basa en suposiciones derivadas de referencias que, a su vez, están fundamentadas en la mentira de terceros. En este último caso, evidentemente, lo más próximo es el ridículo.

 Lo más relevante de esta realidad distópica es que los autores de la mentira carecen de autocrítica, incluso cuando la razón de su mentira ha prescrito, por lo que no cabe asociar sus acciones a ninguna casualidad que, en último caso, podría llevarnos a pensar que lo han hecho sin intención de perjudicar a nadie, o lo que es lo mismo, que se han equivocado al alentar lo que alientan.

 Si seguimos el hilo narrativo de la mentira, podemos ver que los resultados de la campaña no permite ganar terreno, sino a embarrar el campo de batalla, a crear confusión, de modo que los receptores del mensaje con menor capacidad para diferenciar la verdad, lo traducen a su realidad y permanecen en la mentira con un idealismo fanático. Pero ese resultado volátil anima a los autores de la mentira a seguir agrandando sus infundios, jugando con la sensación de que ellos pueden hacer o decir lo que quieren, sin que nadie les pueda juzgar. Sin embargo, esto nos ha llevado hasta donde estamos, al hartazgo del mensaje político, y la pérdida absoluta de credibilidad de los personajes públicos.

 A lo que asistimos hoy es a un intento ofensivo de inversión de realidad, ya que se esbozan mentiras sobre cosas que conocemos, pero que algunos intentan presentarnos como si no las conociésemos. No todos somos tan inocentes, ni somos muñecos. Mentir sobre algo que hemos visto todos cómo y cuándo ha ocurrido, es un insulto para la inteligencia. En el ámbito de la mentira hay una única realidad, porque los hechos ocurren y solo son hechos cuando ocurren, y son las personas las que los tergiversan y especulan sobre ellos, pero no por eso pierden su veracidad. Esto puede parecer un laberinto, pero sustanciar una mentira sobre hechos que han ocurrido, e intentar que la mentira se convierta en verdad para perjudicar al bando contrario, es la peor estrategia posible, y nadie debería pretender jugar en esa partida de cartas que, a medio plazo, afectará a la mayoría.

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