Las artimañas para aumentar beneficios no siempre
son buenas.
@morguefile |
En estos días me encontré a un viejo conocido al que
había perdido la pista hacía muchos años. Nos pusimos rápidamente al día
sobre las actividades que han venido ocupando a cada uno en este tiempo de alejamiento. Me contó varias historias sobre su ocupación basada en acuerdos informales que, por
desgracia, le habían llevado hasta donde estaba: los juzgados.
Fue allí donde requirió mi presencia para que le recomendara un buen abogado laboralista, porque estaba detrás del dinero que le adeudaba un empresario que había preferido la indiferencia a enfrentarse a sus compromisos. “Supongo que tienes todos los papeles, los contratos”, le dije. “No”, contestó. Los dos nos miramos unos segundos entre perplejidad y susto. “Nunca firmamos nada; todo lo hicimos de palabra”.
Fue allí donde requirió mi presencia para que le recomendara un buen abogado laboralista, porque estaba detrás del dinero que le adeudaba un empresario que había preferido la indiferencia a enfrentarse a sus compromisos. “Supongo que tienes todos los papeles, los contratos”, le dije. “No”, contestó. Los dos nos miramos unos segundos entre perplejidad y susto. “Nunca firmamos nada; todo lo hicimos de palabra”.
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¿A quién beneficia más los acuerdos contractuales de
palabra? ¿Al empresario o al trabajador? O dicho de otra manera ¿a quién
perjudica más, al empresario o al trabajador? Es evidente que cerrar un acuerdo
de este tipo suele deberse a la situación económica del mercado, donde
cualquier céntimo ahorrado adquiere gran transcendencia, aparentemente. Sin
embargo, a pesar de esa imagen ventajosa que arroja el renunciar a los papeles legales y cerrar una relación laboral de palabra, cuando los hechos llevan a la
parte más oscuras de las personas, es ese recoveco donde anidan el engaño y la
mentira, es grande el arrepentimiento y mayor la pérdida.
Es innegable que perseguidos como están los pequeños
empresarios, incluso los mismos trabajadores, por la crisis y la inmediatez de
los impuestos, se ha fortalecido la cultura de la informalidad. De la
disponibilidad de escamotear los impuestos o de arañar más dividendos surgen
los abusos y las exigencias desorbitadas. Esto se produce cuando las dos partes
acuerdan sellar el compromiso de palabra o bajo el amparo de documentos pocos
claros, irreconocibles para los aparatos jurídicos que, por cierto, muchas
veces no tienen la voluntad ni la capacidad para atender debidamente las
demandas. Entonces, ¿quién garantiza el cumplimiento de lo allí escrito? Si
cualquiera de las partes decide incumplir su compromiso, ¿a quién se debe
recurrir? Esto es como intentar devolver una prenda en una tienda de ropa y no
ir provisto del ticket de compra. Si no hay nada escrito, nada se puede
reclamar. Al menos eso es lo que he venido comprobando hasta ahora.
Sin embargo, aquí no está en duda la capacidad ni el
desempeño de las personas que suscriben ese acuerdo verbal, porque probablemente
el trabajo contratado bajo esas condiciones se habrá realizado, pero, como era
el caso de mi amigo, la remuneración derivada de esa acción ha desaparecido con
la poca honradez de la otra parte. En este caso la historia era sencilla,
habían acordado hacer un trabajo de cierta envergadura, con la premisa de
aumentar los beneficios; eso llevaba ineludiblemente al ahorro de los costes legales de la contratación y los debidos impuestos. Aquello derivó a que mi
amigo, en su afán de acabar el trabajo, invirtiera sus propios recursos en la
operación. Ahora estaba encallado en lo inesperado, la desaparición del
contratante, que le dejaba una buena cantidad de euros sin pagar y sin ninguna
documentación que le acredite el derecho al cobro.
Mi abuelo siempre decía que rodear un charco te llevaba a los matorrales; siempre es mejor ensuciarse los pies y cruzar por donde lo hace todo el mundo. Al fin y al cabo la suciedad se lava, pero una mordedura de alimaña al intentar conservar ciertos privilegios puede ser mortal.
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