@morguefile |
Cerca de cuarenta familias de un vecindario a riesgo
de desahucio, de unas viviendas de protección oficial, se reunieron con un
político para pedir ayuda. Esta persona se comprometió a defender sus causas,
pero a la hora de la verdad desapareció y todas fueron, por desgracia,
desahuciadas. No nos equivocaríamos demasiado si dijésemos que la política es
el cementerio de la honestidad. Pero, sí cometeríamos un grave error si
pensásemos que todos bebemos de la misma fuente. No somos todos corruptos.
Es verdad que algunos pretenden asumir, erróneamente, los mismos procedimientos
indecorosos de los personajes públicos. Sin embargo, la falta de unos pocos no
faculta a nadie a seguir sus pasos.
Las sospechas sobre los políticos hacen que la imagen pública de estos personajes se deteriore cada día más, generando la falsa idea de que el ejercicio de la política concede ciertos privilegios. No obstante, hay un mecanismo de control de la honestidad que empieza en uno mismo. Si este mecanismo falla, estamos condenados a solventar las infracciones a base de nuevas infracciones.
Las sospechas sobre los políticos hacen que la imagen pública de estos personajes se deteriore cada día más, generando la falsa idea de que el ejercicio de la política concede ciertos privilegios. No obstante, hay un mecanismo de control de la honestidad que empieza en uno mismo. Si este mecanismo falla, estamos condenados a solventar las infracciones a base de nuevas infracciones.
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Si todos trabajásemos en impulsar la honestidad, si
utilizásemos la imaginación para crear herramientas capaces de mejor la calidad
de las actuaciones y ayuden a mantener la compostura, en lugar de empeñarnos en
encontrar pequeños atajos a la inmoralidad, la mesura volvería a su estado
original. Pero, ¿estamos dispuestos a ello? O mejor dicho, ¿estamos todos
dispuestos a ello?
En primer lugar falta percibir la deshonestidad como un veneno, y dejar de lado a quiénes lo cultivan, sin importar si son anónimos o activos personajes públicos. El efecto es invariable para todos, perjudica a todos, contamina a todos. Por eso, apostar por actuaciones honradas y luchar para prevenir y combatir la corrupción partiendo de uno mismo, es la base del cambio, la única forma de actuar sin necesidad de mirar atrás por si alguien se percata de las artimañas.
Llegar a este estado conlleva un sentido de autocrítica auténtico, y olvidarse de colocar el foco de culpabilidad en los demás. Asumir que sólo somos los afectados, es un error. Somos los principales culpables, por las omisiones que engrandecen a los desalmados; por creer que todo el mundo es deshonesto, y por olvidar que unos pocos no son la mayoría.
Actuar desde los valores humanos originales, limpios de culpas, ayudaría a mirar con más optimismo la realidad, porque sabríamos proceder contra el infractor. Regenerar la integridad en las actuaciones, de todas las capas sociales, abriría un camino a la igualdad, propiciando una participación libre en las luchas sociales, sin necesidad de mirar atrás.
Al fin y al cabo, nadie es culpable de nada, y todos somos responsables de lo que ocurre. Naturalmente, los políticos deberían rendir cuentas de sus actos, para luego escuchar los problemas y promover las actividades de supervivencia. Así acabaríamos con los brotes de corrupción, con las acciones que perjudican a la mayoría o que repercuten en el día a día de los ciudadanos.
A mi entender, todos debemos aprender a juzgar y a hacer autocrítica.
Si te ha gustado este artículo, compártelo. Gracias.
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En primer lugar falta percibir la deshonestidad como un veneno, y dejar de lado a quiénes lo cultivan, sin importar si son anónimos o activos personajes públicos. El efecto es invariable para todos, perjudica a todos, contamina a todos. Por eso, apostar por actuaciones honradas y luchar para prevenir y combatir la corrupción partiendo de uno mismo, es la base del cambio, la única forma de actuar sin necesidad de mirar atrás por si alguien se percata de las artimañas.
Llegar a este estado conlleva un sentido de autocrítica auténtico, y olvidarse de colocar el foco de culpabilidad en los demás. Asumir que sólo somos los afectados, es un error. Somos los principales culpables, por las omisiones que engrandecen a los desalmados; por creer que todo el mundo es deshonesto, y por olvidar que unos pocos no son la mayoría.
Actuar desde los valores humanos originales, limpios de culpas, ayudaría a mirar con más optimismo la realidad, porque sabríamos proceder contra el infractor. Regenerar la integridad en las actuaciones, de todas las capas sociales, abriría un camino a la igualdad, propiciando una participación libre en las luchas sociales, sin necesidad de mirar atrás.
Al fin y al cabo, nadie es culpable de nada, y todos somos responsables de lo que ocurre. Naturalmente, los políticos deberían rendir cuentas de sus actos, para luego escuchar los problemas y promover las actividades de supervivencia. Así acabaríamos con los brotes de corrupción, con las acciones que perjudican a la mayoría o que repercuten en el día a día de los ciudadanos.
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