@morguefile |
Hace pocos días traía aquí la historia de un amigo empresario decepcionado con el servicio de asistencia social. Por desgracia para él, su calvario aún no ha acabado. Incapacitado para acceder a los beneficios del Estado, en estos días acudió a un banco de alimentos en busca de comida. Revivió la pesadilla burocrática por tres veces. La primera vez le exigieron presentar las nóminas o la declaración de la renta, para poder abrirle una ficha. “No entiendo que uno deba justificar los ingresos para pedir comida”, se lamentó. La segunda vez le reclamaron un certificado de no estar percibiendo ninguna ayuda extraordinaria. “Mendigar comida es por necesidad y por carecer de ingresos para comprarla”, se quejó. A la tercera visita le proveyeron de lo que buscaba: comida.
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Le llenaron dos mochilas grandes, que él ni revisó
hasta llegar a su casa, entusiasmado con lo que había conseguido. Por fin algo
que dar a los niños. Pero, se llevó una desagradable sorpresa cuando empezó a
vaciar las mochilas; encontró variados tarros y bolsas de patatas fritas, algunos zumos
de naranjas, galletas y dulces, pero apenas un par de litros de leche y casi
nada de alimentos de verdad.
“No quiero parecer un desagradecido, dijo, pero habría preferido alimentos consistentes”. Esta realidad es frecuente en este tipo de ayudas. Naturalmente los alimentos provienen de personas particulares y, por lo tanto, éstas se facultan a sí mismas a decidir los productos que desean entregar. Sin embargo, a riesgo de ser poco popular, diré que entregar como donativo cualquier cosa, sin tener en cuenta a los destinatarios finales, no es solidaridad, sino un intento absurdo por calmar la conciencia.
Por otro lado, las instituciones encargadas de estas ayudas no pueden perder de vista dos cosas, primero: la necesidad de los hogares no se limita al refrigerio para los niños, que bien agradecen las patatas fritas o los zumos, sino en proveer a las familias alimentos que les garanticen días de tranquilidad en la mesa. Por más que se llenen los depósitos de alimentos superficiales o de donativos pocos útiles, nunca se podrá combatir de verdad el hambre y la pobreza que nos asecha a todos.
Lo segundo es exigir a las organizaciones que dejen de mirar a las personas como mendigos, porque no lo son. Son simplemente empresarios o trabajadores caídos en desgracia, incapacitados temporalmente para afrontar el día a día de sus familias. También entiendo que estas organizaciones están asumiendo un papel que no les corresponde, están suplantando al Estado en una función básica, como es atender a los más necesitados. Este papel debiera corresponder a otros, pero al no ser así y al haber exceso de demandas, se convierten en una solución circunstancial, y si lo hacen lo deben de sobrellevar con respeto y compromiso.
Por último, cabe una recomendación para las personas: participar en la entrega de alimentos, ropa, o cualquier otra cosa, conlleva tener en cuenta que ese donativo no resulta de desprenderse de lo que ya no se necesita, sino de aportar cosas útiles que el mismo donante aprovecharía sin ningún problema. Si lo que se pretende es entregar cosas viejas o inservibles, es mejor tirarlas, y ese acto será incluso más valioso que intentar parecer solidario.
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“No quiero parecer un desagradecido, dijo, pero habría preferido alimentos consistentes”. Esta realidad es frecuente en este tipo de ayudas. Naturalmente los alimentos provienen de personas particulares y, por lo tanto, éstas se facultan a sí mismas a decidir los productos que desean entregar. Sin embargo, a riesgo de ser poco popular, diré que entregar como donativo cualquier cosa, sin tener en cuenta a los destinatarios finales, no es solidaridad, sino un intento absurdo por calmar la conciencia.
Por otro lado, las instituciones encargadas de estas ayudas no pueden perder de vista dos cosas, primero: la necesidad de los hogares no se limita al refrigerio para los niños, que bien agradecen las patatas fritas o los zumos, sino en proveer a las familias alimentos que les garanticen días de tranquilidad en la mesa. Por más que se llenen los depósitos de alimentos superficiales o de donativos pocos útiles, nunca se podrá combatir de verdad el hambre y la pobreza que nos asecha a todos.
Lo segundo es exigir a las organizaciones que dejen de mirar a las personas como mendigos, porque no lo son. Son simplemente empresarios o trabajadores caídos en desgracia, incapacitados temporalmente para afrontar el día a día de sus familias. También entiendo que estas organizaciones están asumiendo un papel que no les corresponde, están suplantando al Estado en una función básica, como es atender a los más necesitados. Este papel debiera corresponder a otros, pero al no ser así y al haber exceso de demandas, se convierten en una solución circunstancial, y si lo hacen lo deben de sobrellevar con respeto y compromiso.
Por último, cabe una recomendación para las personas: participar en la entrega de alimentos, ropa, o cualquier otra cosa, conlleva tener en cuenta que ese donativo no resulta de desprenderse de lo que ya no se necesita, sino de aportar cosas útiles que el mismo donante aprovecharía sin ningún problema. Si lo que se pretende es entregar cosas viejas o inservibles, es mejor tirarlas, y ese acto será incluso más valioso que intentar parecer solidario.
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