sábado, 30 de noviembre de 2013

Quién escucha mis penas

Nunca dejes tus secretos en manos equivocadas.


Quién escucha mis penas
@morguefile
En el tiempo que llevo trabajando en el mundo de las ventas, me he encontrado insistentemente con una realidad que concita mi atención: la confidencia de las personas. Es habitual reunirme con clientes a quienes busco vender mis productos y acabar invirtiendo gran parte del tiempo en escuchar sus problemas personales, sus realidades familiares. No pocas veces los encuentro con una necesidad apremiante de convertirme en sus confidentes, aunque al final nunca busquen en mí ninguna solución a los temas que me refieren. El ser humano se debate siempre en la pregunta de ¿quién escucha mis penas?

Esa realidad me ha llevado a pensar que todos estamos ávidos de compartir nuestras penas. Lo cual me genera una sencilla pregunta: ¿es la sociedad un buen psicólogo? Es evidente que estamos preparados para contar, pero ¿estamos preparados para escuchar? Y ¿cuál es la calidad de nuestra audición? En definitiva, es imprescindible saber a quién contar las confidencias.

Si después de un tiempo me vuelvo a cruzar con estas personas, ellos me repiten la misma historia. Concluyo que es malo contar los problemas y no procurarles una solución, porque crea dependencia. Asumir el referirlo a alguien como una terapia eficaz con el que se consigue recuperar la confianza y la autoestima es importante, pero quedarse sólo en ese detalle crea a la larga una herida más profunda, ya que los problemas no desaparecerán por si solos, y la engañosa sensación de superarlos verbalizándolos públicamente es sólo un remedio momentáneo.

Yo mismo a veces les expongo los conflictos de mi empresa, o las dificultades de mi negocio. Sin embargo, esas referencias inocentes suelen traer más de un quebradero de cabeza. Si las historias no van más allá de una simple conversación sin compromisos, sirve de terapia. Pero si caen en las manos equivocadas, conllevan consecuencias muy insanas. Es natural intentar compartir el peso del quebranto, pero si escogemos mal el receptor esta intención genera un efecto contrario a lo que buscamos. La verdad tiene difícil encaje con la comprensión y la aceptación. Muchas personas tienen la capacidad de escuchar, pero pocos la delicadeza de valorar en privado la información recibida.

Pero, ¿a quién referimos entonces nuestras penas? Esa decisión debe mirarse con mucho tino.

Ni siquiera los familiares más cercanos, padres, hermanos, pareja, reciben de la misma forma lo que les contamos. Los padres acostumbran a escuchar con sentimiento y reproche, porque admiten las adversidades de los hijos como un fracaso personal. Los hermanos suelen actuar con afecto y lejanía, asumen cierta sensibilidad con el problema pero, por lo general, se protegen de las consecuencias. Y la pareja tiende a perder objetividad a la hora de escuchar; además de estar comprometida emocionalmente padecen las secuelas.

Si nos saltamos el círculo familiar, los amigos nos atienden con total libertad. Tienen una obligación artificial con el problema, pueden tomar distancia si ven que no serán capaces de aportar algo o acercarse para entenderlo si detectan que no les afectará en nada. Muy pocos se quedarán para escuchar y aportar. Si decidimos abrirnos a los socios o compañeros de empresa, éstos siempre buscarán escuchar sin sentimientos y, a lo sumo, habremos abierto un debate público sobre nuestros secretos.

Por último, hay un grupo muy amplio al que no se puede contar las penas, porque hacerlo supone perder credibilidad y cualquier posibilidad de negocio. Llegado a este punto, comprendo las motivaciones de mis clientes para dar el paso y contarme sus penas: soy yo el que se acerca a ellos y el que busca sacar beneficios económicos de esa relación, por lo tanto, saben que nunca pondría en riesgo mis ganancias jugando con sus confidencias.


     


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