Autora: Irene Herrero Una colaboración para este blog
Érase una vez... un
precioso y acogedor lugar llamado la ciudad del vagabundo. En sus calles se
hospedaban mendigos por miles. No poseían más que sus propios principios y un
hatillo rebosante de recuerdos dolorosamente vacíos.
Aquella ciudad era
asombrosamente extraña, pues sólo allí se permitía casa y comida a todo aquel
que realmente lo necesitara. El alcalde del lugar se ocupaba personalmente de
distribuir los víveres y viviendas a todos sus habitantes, para que su estancia
fuera lo más digna y agradable, dadas las deplorables condiciones en las que
llegaban. Era tan caritativo, que incluso compartía su propia comida con los
más hambrientos. Quería devolverles la autoestima perdida en otras ciudades que
los habían despreciado y humillado en cada una de sus calles. Su cobijo habían
sido las estrellas y una raquítica manta que dejaba al descubierto los pies
ateridos por el frío y el relente de la noche. El día era interminable y la
soledad quemaba el alma. Deambulando por las calles y sin comida, apenas les
daban para un café, la mayoría.
Algunos no se atrevían a
pedir. Sentían vergüenza de verse en aquella situación denigrante, después de
haber trabajado durante años en empleos decentes que por circunstancias de la
vida, los dejaron en la calle. Una botella de agua mezclada con azúcar era su
vida en aquel peregrinar errante entre la soledad del bullicio.
Sin embargo, aquellos
vagabundos estaban tan agradecidos con su nuevo alcalde, que se dedicaron a
cuidar las calles con tal mimo, que llegó a ser premiada como la ciudad
más limpia y caritativa del mundo. Sus jardines eran los más hermosos y
floridos, todo un vergel.
Su fama se extendió tanto,
que venían de todas las regiones a conocer la ciudad y a su alcalde. Y un buen
día, los medios de comunicación allí congregados le preguntaron el por qué de
aquella inusitada caridad.
-Mire
Ud. -le respondió el alcalde al periodista que cubría la noticia-, yo he sido
vagabundo y sé lo que significa mendigar en una ciudad donde los que realmente
te pueden ayudar, te dan una limosna para un café. Pues bien, un buen día, una
de aquellas monedas sirvió para que me tocase la lotería. Y el dinero lo
empleé en ayudar a gente como yo, vagabundos del asfalto...
A veces, un pequeño
recurso bien intencionado, resulta milagroso...
Y colorín, colorado...
Esta es una colaboración para este blog. Por lo que extiendo mi agradecimiento a Irene por habernos enviado este trabajo.
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