Hace un tiempo escribí esta frase genérica, adjunta
a unas menciones, en una red social: “¿Qué
razón hay en humillar al otro?”. Para mi sorpresa, recibí varios mensajes de
personas que se dieron por aludidas por mi publicación. Esta circunstancia me
hizo comprender el peso de las
palabras, sobre todo las reveladas a un grupo de gente. Muchas veces
nos sentimos legitimados a verbalizar el sentimiento al momento, pero si lo
hacemos sin considerar dónde, a quién y por qué, puede resultar muy perjudicial
y seguramente no conseguirá el objetivo buscado.
“Eres un
inútil”,
gritó un padre a su hijo al verle no sujetar el balón cuando lo tenía todo para
anotar gol. “No vales para nada”. En
ese momento, en el fragor del partido, aquel grito no tenía mayor trascendencia,
era uno más del barullo generalizado.
Sin embargo, mirado desde la distancia con un poco de criterio, podemos comprobar las secuelas de esas palabras repetidas con insistencia. Nada cae en el vacío, un grito emitido en ese lenguaje propio de algún deporte, con ánimo sólo de corregir desaciertos derivados del juego, puede determinar lo que la persona receptora será durante toda su vida.
Sólo hay que analizar la profundidad de la frase tú no vales para esto. Una expresión muy habitual cuando los mayores definen las cualidades de los niños. Pero esas palabras pronunciadas sin miramientos, al cabo de los años adquieren un extraordinario valor. No es echar la culpa a los padres, que sería una salida rápida para explicar por qué algunos tienen tanta dificultad para expresar sus ideas o imponer sus criterios. Únicamente valoramos las consecuencias de ese tipo de pronunciamientos.
Sin embargo, mirado desde la distancia con un poco de criterio, podemos comprobar las secuelas de esas palabras repetidas con insistencia. Nada cae en el vacío, un grito emitido en ese lenguaje propio de algún deporte, con ánimo sólo de corregir desaciertos derivados del juego, puede determinar lo que la persona receptora será durante toda su vida.
Sólo hay que analizar la profundidad de la frase tú no vales para esto. Una expresión muy habitual cuando los mayores definen las cualidades de los niños. Pero esas palabras pronunciadas sin miramientos, al cabo de los años adquieren un extraordinario valor. No es echar la culpa a los padres, que sería una salida rápida para explicar por qué algunos tienen tanta dificultad para expresar sus ideas o imponer sus criterios. Únicamente valoramos las consecuencias de ese tipo de pronunciamientos.
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Una joven, con enorme talento para idear nuevos
proyectos, me explicó una vez por qué había tardado tanto en poner en marcha su
propio negocio. “Cada vez que lo hacía mi
padre me decía que no había nacido para esto”, dijo. Con el transcurrir de lo
años, al estar sometida continuamente a una valoración semejante, la había
llevado a creerse esa falsa ineptitud. “Tardé
años en entender que no era verdad. Yo no había nacido sólo para fregar suelos,
como me habían dicho siempre”, concluyó sin ningún remordimiento. Esa es la
consecuencia de una desvalorización verbal, obstruye la capacidad para actuar y
a la hora de poner en marcha algo se recurre a esa idea equivocada, se entra en
un estado de incertidumbre sobre la capacidad y las posibilidades personales.
Sin embargo, una vez superada esa falsa valoración se puede avanzar
rápidamente. La persona vuelve a encontrarse consigo mismo, con sus
potencialidades. Es tan difícil como
necesario superarlo. No vale de nada asumir una ineptitud impuesta por el
entorno.
En el ámbito del emprendimiento es importante liberarse de ataduras psicológicas, porque ayuda a enfrentarse a los contratiempos, provisto de las mejores herramientas como la confianza, la seguridad en los actos, etc.
Otro de los factores a tener en cuenta a la hora de llevar a cabo una actividad es no posicionarse con ahorcamientos sentimentales. El marco ideal para defender una iniciativa es aquel donde se puede trabajar sin presiones, prejuicios ni desconfianzas. Es imposible sacarle rentabilidad a una propuesta cuando se actúa pensando que el valor de uno mismo no es suficiente, porque esas dudas ejercen una exagerada presión sobre los actos, exigen demasiadas veces analizarse y corroborar la validez de uno mismo, cuando todo ese esfuerzo podría ir directamente invertido en afianzar la actividad.
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