El éxito de una acción reside en fijar estrategias honradas
para convertir la maniobra en resultado positivo, porque una cosa es fijarse
objetivos y otra bien diferente intentar alcanzarlos a toda costa. Eso es competitividad.
Actualmente son cada vez más las empresas que optan por establecer los
objetivos en el rendimiento personal de los trabajadores, de modo que la
estabilidad depende de si se produce el mínimo requerido o no. Este nuevo
sistema de valores profesionales impide una competencia sana, crea un
escenario laboral donde desaparecen los valores que definen la competitividad
leal.
Muchas empresas, por desgracia, supeditan su
supervivencia en el mercado en la productividad de sus trabajadores, en la
competencia o en los resultados, incluso en detrimento de las buenas prácticas.
Fomentar la competencia desleal entre compañeros conlleva afrontar con poca
responsabilidad el ejercicio del trabajo en lo que a calidad se refiere. El
hecho de que las empresas hayan cambiado el perfil de sus actuaciones crea en
sus empleados una necesidad de imponerse a sus compañeros, cuando en realidad
deberían trabajar y rendir en equipo.
Enlaces relacionados
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Las empresas suelen establecer dos sistemas de
objetivos:
Los que
están directamente relacionados con la productividad
individual. Si no se cumple esta máxima, el trabajador se coloca en la rampa
de salida. En este caso entra en juego la experiencia y los conocimientos,
porque la productividad no se basa en intenciones, sino en pericia a la hora de
ejecutar las tareas, o de afrontar los problemas que plantea el propio mercado.
Los que se
basan en el rendimiento individual, pero que tiene un objetivo grupal, donde se impone el rendimiento global. Estar en
esta situación tampoco exime al trabajador de responsabilidades, ya que cuanto
antes se cumplan los objetivos, mejor colocado están todos para mantenerse, y
es un ejercicio de verdadero trabajo en equipo, donde los valores o las
intenciones personales desaparecen completamente.
Por otro lado, en ninguno de los dos casos se premia
el bajo rendimiento, y aunque el grupo cumpla con los objetivos, el trabajador
de baja productividad acaba desapareciendo. Es natural que las empresas busquen
excelencia y eficacia, lo cual les obliga a prescindir de la persona que incumple
reiteradamente los objetivos.
Competir no se basa en la habilidad innata, sino en
el conocimiento de los procedimientos. Muchos no compiten bien porque no saben
cómo hacerlo, o nunca han estado en un entorno de competencias donde priman las
virtudes profesionales antes que la persona o sus preferencias laborales.
Crear una competencia de equipo es luchar por los objetivos
del grupo, sin alegarse porque alguien haga más ni enfadarse cuando uno no
produce tanto como el resto. El espíritu de competencia hace que el rendimiento
crezca exponencialmente, y una lucha sin cuartel por los objetivos individuales
disminuye la productividad.
No haber estado en situaciones de máxima
competitividad priva a la persona de ofrecer sus mejores alternativas, porque
carece de experiencia para hacerlo, ya sea en el ámbito personal o laboral.
Por
otro lado, contrariamente a lo que podemos imaginar, cuando se está al acecho
del éxito ajeno, se pierde la posibilidad de rendir al máximo nivel, y se
acumula un malestar incesante por ir siempre detrás de los demás, lo cual conlleva
afrontar las acciones con atropello o sin la debida calma que ofrece estar en
paz con uno mismo.
imagen: @morguefile
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