Sin lugar a dudas, las prisas por llegar a todas
partes, las obligaciones comerciales, los compromisos personales y la necesidad
de dividendos, nos han llevado a correr y a perder de vista las pequeñas cosas,
nos imposibilitan observar con enfoque constructivo. En una palabra, nos
impiden ver y analizar, escuchar y aprender de lo que ocurre a nuestro
alrededor.
Esta realidad no es ajena a ningún ámbito de la
vida, ni a los negocios ni a las personas, aunque la necesidad de conseguir
dividendos nos ha llevado a los empresarios a olvidarnos del propósito esencial
del cometido al interactuar con el mercado: ofrecer un servicio firme y
estable, partiendo de las preferencias del cliente.
Ver
y analizar debe ser la base de cualquier acción comercial.
Esto no significa esperar el comportamiento de los clientes para brindarles un
producto, sino observar con sentido creativo, ver cómo reaccionan con lo que
les ponemos en las manos y a partir de esos datos, completar la fisionomía de
lo que les ofreceremos la próxima vez que tengamos contacto con ellos.
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Esta deficiencia también es recurrente en la vida
personal. Muchas veces nos apresuramos a emitir comentarios, juicios,
advertencias sin habernos detenido lo suficiente a observar y a analizar qué
está ocurriendo o por qué se ha llegado al escenario donde nos encontramos.
Existe una necesidad apremiante de opinar que no somos capaces de valorar el
peso de nuestro dictamen.
Por otro lado, si esa meticulosidad con los detalles
de los hechos ajenos se aplicase al ejercicio de las tareas profesionales, los
resultados de las acciones, muchas veces, serían infinitamente mejores. Se
recurren a procedimientos muy efectivos en la vida privada, que no son aprovechados
en el comportamiento profesional, se ejercen exigencias razonables que no son
trasladadas al ámbito laboral, o se piden consideraciones que quedan de lado en
el ejercicio de las tareas.
Un minuto de silencio cuando alguien habla de sus
preferencias sería suficiente para entender al cliente. Con ese minuto bien
aprovechado se dejaría de atropellar al posible comprador con un producto
estático, haciéndole creer que es lo único que encontrará en el mercado. La
virtud de escuchar es el camino que lleva al aprendizaje perfecto, porque
otorga la posibilidad de percibir la demanda directamente del interesado.
Naturalmente, un cliente siempre expresa sus necesidades con palabras. Por lo
tanto, un buen negociante debe escuchar a las personas con las que interactúa,
incluso a aquellas que están en completo desacuerdo con su propuesta, ya que de
todo ello sacará una conclusión final muy fructífera, modificará su
planteamiento eficazmente y entenderá la necesidad del mercado partiendo del
mismo mercado.
Veamos un ejemplo, un teleoprador que realiza 200 llamadas al día a posibles clientes, se
basa exclusivamente en el argumentario
que le proporciona la empresa, con mensajes firmes pero estáticos. ¿Venderá o
no venderá el producto? Probablemente sí. Sin embargo, si además de leer el argumentario cada vez que encuentra a
alguien al otro lado del teléfono, es capaz de escuchar lo que le cuenta, podrá
construir un mensaje más realista, un argumento más acorde al comportamiento de
sus posibles clientes, y en el transcurso del proceso sus posibilidades de
ventas crecerán exponencialmente, y cada vez que alguien descuelga el teléfono,
nuestro teleoperador le contará su
propuesta recurriendo a un lenguaje común a toda esa masa de posibles clientes.
Sin embargo, el producto ni las condiciones no habrán cambiado, únicamente el
mensaje, fruto de haber escucha y aprendido la necesidad del público objetivo.
En
realidad, escuchar y aprender es una virtud que muy pocos tenemos en cuenta,
pero es la base en la que se fundamenta una relación saludable, fructífera, y
abre las puertas hacia el éxito de cualquier propuesta.
imagen: @morguefile
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