La regularidad del rendimiento personal es producto
de la constancia y del comportamiento equilibrado antes las tareas, por lo
tanto constituye un fin ineludible para alcanzar la excelencia profesional y
los reconocimientos corporativos. Muchas veces, para no decir casi siempre, las
personas tendemos a actuar y luego valorar las consecuencias de la acción que acabamos
de realizar. Sin embargo, para no llevarse sorpresas, se debería invertir ese sistema
de actuación, porque el precio del comportamiento puede ser desastroso, si nos encontramos con
resultados difíciles de asumir, aunque sean productos de la acción más
inmediata.
Enlaces relacionados
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Esa anormalidad entre la acción y sus consecuencias,
es vital en el lugar de trabajo, donde los desenlaces de las actuaciones suelen
determinar la continuidad o no del trabajador en su puesto de trabajo. Todo
depende de la capacidad de los responsables de la empresa para valorar si una
acción es determinante o no, o si un comentario es perjudicial o no. Por
desgracia, no siempre es posible que alguien valore positivamente una acción
negativa, por lo que la solución más inmediata es prescindir de la persona que
la ha realizado. Si la aportación de un trabajador, dentro del engranaje global
de la empresa, es poco relevante, no cuesta nada prescindir de sus servicios,
penalizándole por el error más insignificante.
Muchas veces la inercia lleva a actuar sin darse
cuenta de que, a pesar de no causar ningún perjuicio a nadie, las personas
responsables de valorar las actuaciones lo consideren inadecuada. Al fin y al
cabo, todo es un ejercicio de las personas hacia las personas, donde los
errores o los puntos de vistas son inevitables.
Para bien o para mal, la actitud penaliza mucho en
un lugar de trabajo, porque determina el mapa de valoración que los responsables
de recursos humanos hacen de cada trabajador. A veces dejarse llevar por la
marea contaminada de otros, es determinante para perder el puesto de trabajo.
Por otro lado, si no existe un control riguroso, se produce un desequilibrio
entre los equipos, porque todo el grupo es penalizado por la falta de uno de
sus miembros.
Naturalmente, la mala actitud de uno de los
componentes del equipo de trabajo contamina todo el ambiente, porque crea en
los demás la necesidad de interactuar cuando en realidad deberían alejarse del
foco del conflicto. Los trabajadores tienden siempre a anteponer la relación
con los compañeros al sentido común o a las exigencias corporativas. Ese es el
motivo principal por lo que casi nunca es posible desligarse de los focos de
conflicto.
Sin
embargo, el final del proceso de corrección es muy sencillo: el despido. En ese punto uno se da cuenta
que despedir no cuesta nada, ya que para la empresa es sólo un cambio de ficha,
donde quita un elemento y coloca otro nuevo, sin ninguna atadura sentimental,
económica ni psicológica. Por ello, siempre en mejor evitar llegar a esa
situación, porque perder el puesto de trabajo hoy en día no cuesta nada. Y esta
realidad es ajena al tamaño de las empresas, es indiferente a la política
interna, puesto que cuando deben acometer una corrección, lo hacen, con una
tiranía que no conoce de sentimiento ni de compromisos personales.
imagen: @morguefile
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