@morguefile |
En estos días he podido comprobar que, a veces, la
musculatura de la ley no ejerce igual influencia en todas las personas.
Esto ya lo sabíamos, de asistir a diario a infinidad de casos similares
que reciben tratamientos dispares, según a quién se le debe aplicar la presunción
de inocencia o a quién se le atribuye la culpabilidad. Incluso los mismos
ciudadanos, ajenos completamente a los temas que se juzgan, solemos jugar a administrar
nuestra propia resolución, porque, al parecer, hemos aprendido a quitarle valor
a las infracciones, para establecer la conclusión de que, hoy en día, delinquir
ya no significa casi nada.
Los hechos son muy simples. Un empresario cerró su
empresa por quiebra, dejando sin protección una decena de usuarios. Éstos
formalizan una demanda que deriva en la detención del empresario, sin recibir
explicación alguna de los cargos que pesan sobre él. Ante el juez se demuestra
que ni los demandantes estaban en el derecho para ejercitar la demanda, ni cumplían
con los mandatos del contrato mercantil del que se habían servido para reclamar.
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Por de pronto, existía una consideración fundamental:
no cabía culpabilizar a la persona por el incumplimiento del contrato sino a la
empresa, ya que se formalizaron documentos legales a nivel corporativo y no
personal.
Como se suele decir, hasta que los hechos no afectan a uno mismo, la profundidad del análisis nunca es completa. Si alguien padece las consecuencias de una presunta culpabilidad, sin siquiera demostrarse nada, y es sometido a tratamientos propios de un culpable, puede entender la importancia del estatus social a la que pertenece, porque ser un ciudadanos normal no concede ninguna opción para defenderse.
Los derechos de un ciudadano de a pie no es equiparable a los de una persona pública o un político, ya que estos últimos gozan de todos los privilegios para administrar el tiempo de la justicia que le juzga, cuando una persona normal debe someterse de inmediato a los mandatos de la ley e, incluso, a la detención.
Otra apreciación importante radica en la culpabilidad. Los ciudadanos están obligados a demostrar su inocencia, cuando en realidad la persona denunciante es quien debería aportar los elementos que determinen la culpabilidad o no del incriminado. Pero en este país si alguien dice que una persona ha cometido un delito, es ésta quien debe demostrar que no lo ha hecho, una vez ha sido privado de su libertad, que le impide maniobrar libremente para defenderse.
La aplicación de la justicia va por delante de la demostración de culpabilidad, de tal manera que cuando alguien es acusado, lo primero que se le aplica es la detención, para luego preguntarle si los hechos son fundados o no. ¿Es esto normal?, ¿es normal que uno se resigne a las consecuencias de la ley antes incluso de que existan indicios para que ésta sea aplicada?
La gratuidad de la palabra perjudica enormemente a los inocentes. Está demostrado que cualquiera puede arrogarse el derecho de acusar, sin necesidad de sustentar su manifestación en hechos verosímiles. No es descartable que muchos lo hacen simplemente por causar daño, ya que esa aseveración gratuita se convierte en un calvario para el acusado, privándole de la presunción de inocencia, hasta que se demuestra que nunca se le debió someter a ese tratamiento.
Como se suele decir, hasta que los hechos no afectan a uno mismo, la profundidad del análisis nunca es completa. Si alguien padece las consecuencias de una presunta culpabilidad, sin siquiera demostrarse nada, y es sometido a tratamientos propios de un culpable, puede entender la importancia del estatus social a la que pertenece, porque ser un ciudadanos normal no concede ninguna opción para defenderse.
Los derechos de un ciudadano de a pie no es equiparable a los de una persona pública o un político, ya que estos últimos gozan de todos los privilegios para administrar el tiempo de la justicia que le juzga, cuando una persona normal debe someterse de inmediato a los mandatos de la ley e, incluso, a la detención.
Otra apreciación importante radica en la culpabilidad. Los ciudadanos están obligados a demostrar su inocencia, cuando en realidad la persona denunciante es quien debería aportar los elementos que determinen la culpabilidad o no del incriminado. Pero en este país si alguien dice que una persona ha cometido un delito, es ésta quien debe demostrar que no lo ha hecho, una vez ha sido privado de su libertad, que le impide maniobrar libremente para defenderse.
La aplicación de la justicia va por delante de la demostración de culpabilidad, de tal manera que cuando alguien es acusado, lo primero que se le aplica es la detención, para luego preguntarle si los hechos son fundados o no. ¿Es esto normal?, ¿es normal que uno se resigne a las consecuencias de la ley antes incluso de que existan indicios para que ésta sea aplicada?
La gratuidad de la palabra perjudica enormemente a los inocentes. Está demostrado que cualquiera puede arrogarse el derecho de acusar, sin necesidad de sustentar su manifestación en hechos verosímiles. No es descartable que muchos lo hacen simplemente por causar daño, ya que esa aseveración gratuita se convierte en un calvario para el acusado, privándole de la presunción de inocencia, hasta que se demuestra que nunca se le debió someter a ese tratamiento.
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