Ser realista es el único camino al éxito.
Imagen de Bernardo Agustti, ABC Color. Paraguay
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En esto días repasé las noticias sobre una campaña
de búsqueda de “oro enterrado” en
Paraguay que, como mínimo, me dejaron sorprendido. No por su grandeza ni por
ser extemporáneas, ya que me remontaron a unos 50 años atrás, cuando la cultura
de rastrear los tesoros sepultados durante la guerra aún perduraba en ciertos
lugares, sino por ilustrar la necesidad de encontrar el trayecto más corto
hacia los dividendos desorbitados. Sólo así podía explicarme cómo un
grupo de personas dedicaban tanto tiempo a escarbar por algo que, desde
niño había creído una simple formalidad de la historia para tratar de explicar
cómo habían volado las riquezas de aquel país.
Pero quizá esta realidad no sea tan intemporal como yo mismo deseaba creer. Estamos atenazados por la urgencia de sortear las barreras sociales y entrometernos en círculos más privilegiados que, hoy en día, cualquier camino hacia la abundancia inmediata adquiere una validez alucinógena, que embota los sentidos y convierte a los individuos en simple cazadores de luciérnagas. Si alguien dedicase su tiempo a explicarse razonablemente las consecuencias de esa forma de buscar la prosperidad, no emprendería tamaña maniobra o, al menos, lo haría con respetable prudencia. Eso es lo malo de no medir la ansiedad por conseguir demasiado en tan poco tiempo; si lo consigues prácticamente todos te envidiarán y te odiarán, pero si no consigues absolutamente todos te perderán el respeto.
Pero, por desgracia para los más codiciosos, los ingresos
están sumamente relacionados con el círculo donde se genera. Por eso hay
empresas que anuncian sus ganancias anuales en millones y dicen haber reducido
sus beneficios por debajo de lo esperado, del mismo modo hay personas que se
conforman con financiar sus gastos ordinarios. La calidad de los dividendos va
en función del círculo donde uno se mueve. Si alguien está acostumbrado a una
barrera de ingresos de mil euros, todo lo que sea moverse por ese límite le
parecerá bien; otros considerarán esa cantidad del todo insuficiente hasta para
levantarse de la cama. Así que la equivalencia de los ingresos nunca es
uniforme. Quien trabaja por un sueldo fijo maneja un valor determinado, el que
ingresa variables otro y así hasta un sinfín de escenarios posibles.
Por otro lado, también es habitual encontrarse con
innumerables emprendedores que se arruinan planteando iniciativas por encima de
sus capacidades o escogiendo localizaciones donde las ofertas y las demandas
son inconciliables. “Voy a poner en
marcha algo con el que volverme rico muy rápido”, me dijo alguien una vez.
Me costó creerle, pero percibí tanta seriedad en su mirada que no evité
sonreírle su falsa pretensión. No existen las iniciativas milagrosas, ni los
negocios definitivos, ni personas inigualables. Aunque estoy de acuerdo con
Emilio Duró cuando dice que “hay
gente que pone un negocio y triunfa, y hay gente que ponga lo que ponga lo
hunde”, no puedo alentar a nadie a creer que tiene la idea perfecta
para volverse rico de una sentada. Ni propongo a nadie clavar los codos en las
mesas de juegos o apostar todos sus recursos en inversiones inverosímiles.
Desde siempre me he
convencido de que la forma de estimular una actividad es creyendo en ella, asumiendo
una compenetración invulnerable entre hombre y acción. Para mí esa es la forma
de conseguir grandes objetivos. Porque de lo contrario, la actividad se debilita
por su propia indefinición, por falta de compromiso para asumir los riesgos que
conlleva. Es impensable suponer que una persona apática hacia lo que hace vaya
a asumir un protagonismo mayor de lo meramente formal. Sin embargo, cuando existe
un vínculo y un compromiso con lo que se está haciendo, ya sea por su
viabilidad o porque sea razonable emprenderlo, todo es posible. Y si ese
compromiso se fundamenta en la realidad, en la razón, es improbable entregarse a una conjetura para volverse rico de un solo empujón. Eso no
existe.
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