jueves, 26 de diciembre de 2013

Es doloroso reconocer el fracaso

No se evita el fracaso eludiendo la acción, sino emprendiéndola.

Es doloroso reconocer el fracaso
@morguefile
Con motivo de mi artículo de estos días sobre el fracaso, he recibido varios comentarios y observaciones que me han llevado a considerarlo como uno de los temas actuales de nuestra sociedad. En poco tiempo he podido apreciar la demoledora consecuencia del miedo a fracasar que asalta a las personas. Algunos incluso van más allá: “No es tanto el miedo a fracasar lo que coarta a los individuos, sino la incapacidad para reconocer el fracaso”. Es doloroso reconocer el fracaso.

Ciertamente existe una barrera imaginaria que parece infranqueable para acometer una acción y está fundamentada en conceptos sociales sin provecho que no aportan nada sustancial. Pero una vez se cae en la trampa de que debemos rendir cuentas de todo a los demás, salir de esa rueda resulta casi imposible; consume la sensibilidad hacia los valores propios, debilita las virtudes personales. En ese estado uno empieza a autoanalizarse con un sentido crítico tan innecesario como despiadado. “Yo no valgo para nada”, se quejaba un joven cuando sus compañeros aludían a su incapacidad para correr con el fin de dejarle fuera del equipo de atletismo. Esa es la clave, el entorno convierte nuestra debilidad en arma arrojadiza que si no le ponemos remedios, nos marcará de por vida.

Tendría un valor incalculable impulsar una corriente basada en cómo afrontar el fracaso. Entender que no es malo fracasar pondría de nuevo en acción a muchos empresarios abatidos actualmente por la depresión económica, incapaces de considerarse merecedores de una segunda oportunidad. Reconocer que no hemos tomado la mejor alternativa posible revitaliza la confianza, devuelve a la persona su integridad para reencontrarse a sí misma y recuperar el valor perdido de forma paulatina mientras se debatía entre si valía o no, si era bueno o no, si debía o no acometer ésta o aquella acción. Es absurdo quedarse sólo con el rescoldo de la mala experiencia del pasado, porque asumirla conlleva avivar el fuego que consume el ánimo y la creatividad. 


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Así pues, es tan importante admitir el fracaso cono reconocer que se ha fracasado. Muchos tendemos a huir de nuestros descalabros, pero sin reconocerlos. Lo que se diría comúnmente: echando balones fuera; haciendo a los demás responsables de nuestro desacierto. ¿Por qué llegamos a esta situación? Desde que nacemos se nos inculca, queriéndolo o no, apreciar sólo los triunfos y aborrecer los fracasos. Sin embargo, probar el néctar del desengaño, como ya hemos dicho muchas veces, ayuda a entender mejor las ramificaciones de ponerse en marcha y a elegir el camino adecuado para no incurrir en el mismo error. Aprender las derivaciones del fracaso y transformar sus consecuencias en un estado de ánimo positivo, es avanzar.

Evidentemente quien más examina nuestros procedimientos es nuestra propia familia. Ellos nos miran con demasiada ansia de vernos triunfar, quizá porque también se juegan algo en nuestra mesa de apuesta. Están preocupados por las disquisiciones de los vecinos o de los amigos respecto a nuestro proceder. Prefieren evitarse ese mal trago que asumir nuestra valentía al haber propuesto aquella iniciativa.

Luego es la sociedad el mayor escollo. ¿Cómo puede un emprendedor presentar una propuesta nueva a ningún estamento social cuando ya lleva en la espalda el estigma de fracaso? Esto es de lo más curioso, cuando alguien analiza el curriculums personal de un empresario y ve que ha tenido una empresa y no lo ha podido mantener, le mira de otra manera. Intenta encontrar cualquier excusa para deshacerse de él, sin importar su valor, experiencia, capacidad, conocimientos...

Por último, el mayor obstáculo a la hora de rendir cuentas somos nosotros mismos. A veces la profundidad de las exigencias personales hace que nunca estemos a gusto con nuestras creaciones, creemos estar señalados para el fracaso y nos resignamos.

“¡Olvídate de mí y escribe, siéntete libre a decir lo que quieras y como quieras!”, me dijo no hace mucho tiempo Ricardo, mi editor y amigo. Le había interpelado varias veces para saber su opinión sobre mis artículos. Lo cierto es que eso me sirvió para entender que lo primero es la comodidad con uno mismo, luego, si es necesario, entra en juego la opinión externa. La vida, los momentos, los hechos conforman un escenario de aprendizaje, de todo hemos de sacar conclusiones. Por lo tanto, no debe ser tan importante la percepción de los demás, ya que ni siquiera han participado en la elaboración de la idea y nunca conocerán a qué sabe nuestra decepción.

      

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