@morguefile |
En estos días, con motivo de mi artículo la
decencia ha muerto, alguien me reprochó que depositara toda la
responsabilidad de la situación actual en las fuerzas políticas, trasladando el
problema al seno de las familias, de donde, según me comenta este lector, se ha
desvanecido la capacidad para defender los derechos sociales, incluso para
identificarlos como una necesidad. Es verdad que la familia y los males
sociales están estrechamente relacionados. Una convivencia familiar
saludable estimula una actitud
robusta en las manifestaciones sociales. Alimentar los lazos es una forma
eficaz de apostar por propuestas con compromisos generales.
Reconozco un gran poder social a las transformaciones individuales originadas en el seno de la familia, porque es allí donde se aprende a convivir, a respetar y a ser solidario. Actualmente, por desgracia, existe un fenómeno devastador para los lazos familiares, que está impidiendo fomentar la solidaridad, como es el individualismo irracional. “Estamos solos”, me dijo alguien hace poco, cuando por necesidad familiar recurrimos a los más cercanos y no encontramos respuesta solidaria. Esa es una realidad de difícil encaje con la fraternidad o la concordia, porque origina soledad en medio de la multitud, lo cual me ayudó a entender las motivaciones de esta persona al referirse a nuestra situación. A pesar de que nuestra masa familiar era grande, no teníamos a nadie dispuesto a responder solidariamente a nuestra petición. Por más cercanos o comprometidos que parezcan estar, es desolador comprobar que los más cercanos se alejan cuando surgen las dificultades. Sin embargo, una vez se restablece el equilibrio, pretenden acercarse como si nada hubiera pasado, esgrimiendo como filosofía la idea de que siempre que no deban realizar aportaciones más allá de la presencia pasiva, todo irá bien.
Reconozco un gran poder social a las transformaciones individuales originadas en el seno de la familia, porque es allí donde se aprende a convivir, a respetar y a ser solidario. Actualmente, por desgracia, existe un fenómeno devastador para los lazos familiares, que está impidiendo fomentar la solidaridad, como es el individualismo irracional. “Estamos solos”, me dijo alguien hace poco, cuando por necesidad familiar recurrimos a los más cercanos y no encontramos respuesta solidaria. Esa es una realidad de difícil encaje con la fraternidad o la concordia, porque origina soledad en medio de la multitud, lo cual me ayudó a entender las motivaciones de esta persona al referirse a nuestra situación. A pesar de que nuestra masa familiar era grande, no teníamos a nadie dispuesto a responder solidariamente a nuestra petición. Por más cercanos o comprometidos que parezcan estar, es desolador comprobar que los más cercanos se alejan cuando surgen las dificultades. Sin embargo, una vez se restablece el equilibrio, pretenden acercarse como si nada hubiera pasado, esgrimiendo como filosofía la idea de que siempre que no deban realizar aportaciones más allá de la presencia pasiva, todo irá bien.
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Naturalmente, todo esto se traslada a la vida
profesional o ideológica. Es fácil comprobarlo en los problemas de empresas o
cuando se pone en marcha un emprendimiento. Pocas veces existe una apreciación
incondicional de las iniciativas personales, pero todos se arrogan el derecho de
opinar o de afear los rescoldos de un problema.
Esto me lleva a aceptar el argumento del lector sobre el origen del gran problema: está en el aprendizaje de los valores familiares. Todo deriva de la necesidad de hacer partícipes, sin condiciones, de la realidad del individuo a los hijos o la pareja, haciéndoles entender que la unidad de ese núcleo puede resolver problemas sociales de gran alcance. Esto se llama compromiso sin ataduras, sin ingerencias religiosas ni políticas, sino sociales. Al fin y al cabo son las fuerzas económicas las que realmente gobiernan el mundo, y los políticos sólo actúan como ejecutores de directrices que nunca dependen de ellos, y entregarse a las oraciones tampoco resuelve las dificultades más inmediatas.
Es triste comprobar que hemos perdido la capacidad para actuar políticamente, la capacidad para manifestar nuestras diferencias con serenidad y sin violencia. Nos hallamos en un bucle donde prevalecen las descalificaciones y los insultos, privándonos de la facultad de ver más allá. Así es como nos encontramos en ese tramo social donde no somos capaces de luchar por derechos inalienables que incumben a todos por igual. Ya no existen ideologías claras capaces de arrastrar a las masas hacia un bien común, sino hacia el fanatismo y la crispación, verbal como física. Pero esto no es culpa de los políticos, sino de nosotros que no sabemos ganarnos el espacio de expresión y de reivindicación, o no lo hemos cultivado debidamente en el seno de nuestras familias.
Seguir a @RoberttiGamarra
Esto me lleva a aceptar el argumento del lector sobre el origen del gran problema: está en el aprendizaje de los valores familiares. Todo deriva de la necesidad de hacer partícipes, sin condiciones, de la realidad del individuo a los hijos o la pareja, haciéndoles entender que la unidad de ese núcleo puede resolver problemas sociales de gran alcance. Esto se llama compromiso sin ataduras, sin ingerencias religiosas ni políticas, sino sociales. Al fin y al cabo son las fuerzas económicas las que realmente gobiernan el mundo, y los políticos sólo actúan como ejecutores de directrices que nunca dependen de ellos, y entregarse a las oraciones tampoco resuelve las dificultades más inmediatas.
Es triste comprobar que hemos perdido la capacidad para actuar políticamente, la capacidad para manifestar nuestras diferencias con serenidad y sin violencia. Nos hallamos en un bucle donde prevalecen las descalificaciones y los insultos, privándonos de la facultad de ver más allá. Así es como nos encontramos en ese tramo social donde no somos capaces de luchar por derechos inalienables que incumben a todos por igual. Ya no existen ideologías claras capaces de arrastrar a las masas hacia un bien común, sino hacia el fanatismo y la crispación, verbal como física. Pero esto no es culpa de los políticos, sino de nosotros que no sabemos ganarnos el espacio de expresión y de reivindicación, o no lo hemos cultivado debidamente en el seno de nuestras familias.
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