Sólo fracasa quien algo arriesga.
En esta vida, si quieres hacer algo, debes perderle
el miedo al fracaso, debes asumirlo conceptualmente como una consecuencia de la
acción, nada más. Es más dañino para un emprendedor el miedo a fracasar que el
propio fracaso, porque lo primero le impide dar el paso adelante, sin embargo
lo segundo le enseña los caminos que debe evitar en la carrera hacia su
objetivo. Sólo fracasan quienes han arriesgado algo, los
valientes, quien se ha lanzado a por su objetivo y, desde luego, no hay fracaso gratuito.
Por lo tanto, el riesgo es una función más de la ecuación, si se
asume dentro de límites sensatos. Arriesgar por arriesgar es como verter la
botella del mejor vino en un barril de agua esperando convertirlo en bebida
para los invitados. En el mundo de los negocios los milagros no existen. Los
iluminados tampoco. Tomar decisiones disparatadas intentando ganar tiempo, a la
larga crea una rueda de descalabros. Normalmente una decepción económica suele
generar medidas atropelladas; intentar arriesgar para recuperar suele llevar a
perderlo todo. Así pues, se debe invertir en posición de riesgo pero de forma
controlada, midiendo las posibles consecuencias. Vigilar el impacto del riesgo
es el fundamento de madurez comercial, además de saber controlar la evolución y
retirarse antes de la debacle.
Por todo esto, es perfectamente comprensible que hoy
en día muchos prefieran asumir su capital bajo tutela en lugar de arriesgarlo;
la dificultad para conseguirlo supera al bienestar por arriesgarlo. ¿Cómo un
trabajador medio que, casualmente ha perdido el puesto de trabajo, va arriesgar
todo su capital en una inversión nueva? Es una locura el sólo hecho de
proponerlo. Sin embargo, sin riesgo no hay ganancia y el éxito absoluto no
existe. Nada se consigue sin pagar un coste, ya sea en términos de desengaño o
decisiones dolorosas.
Es verdad que la penalización por fracasar, para
alguien con escaso recurso, puede ser definitivo para su supervivencia. “¿Qué debo hacer entonces?”, me preguntó
un joven que deseaba poner en marcha su negocio. “Debes tomarte el tiempo que sea necesario para decidir, debes
planificar y no tener miedo a perder”, le aconsejé. Es peligroso emprender
partiendo de la premisa de que el fracaso penaliza, sobre todo cuando la acción
es personal y los recursos son de vital trascendencia. Porque se procede bajo
condiciones desfavorables; actuar con miedo a perder coarta la toma de
decisiones futuras.
Enlaces relacionados
- La suerte no existe - La diferencia entre ser y no ser - Emprender para el éxito - El miedo a lo desconocido - El fracaso no existe |
Al final, hacerlo de una manera u otra es una
cuestión personal. “Tu conducirás tal
como eres”, me explicó en la primera clase práctica mi profesor de
autoescuela. Es verdad, las actitudes de las personas a la hora de conducir es
proporcional a la capacidad de control de su propia vida. En el emprendimiento
pasa algo parecido. Todos poseemos capacidades, alentamos ideales, perseguimos
sueños, pero tener talento para desarrollar nuevas estructuras o nuevos
recursos y perderlos por una imprudencia es, a mi entender, desolador. Eso al
final alimenta la idea de que conservar lo que se tiene es mejor que exponerlo
junto a la trampa para ver si cae alguna presa.
Para emprender se necesita, sobre todo, valentía y convicción.
El factor que elimina el miedo al fracaso es la confianza de estar haciendo lo
correcto. Estar completamente seguro del planteamiento es innegociable para
llegar al éxito. ¿Cómo se consigue? Actuando con iniciativas propias,
olvidándose de las opiniones de los demás. He aprendido, mientras me dedicaba a
crear nuevos proyectos, que es infinitamente más fácil que la gente opine sobre
tus ideas que ellos conciban las suyas propias. Lo difícil es concebir una propuesta
innovadora. Una vez que está hecha, abundan los observadores críticos
dispuestos a aportar opiniones improductivas.
Establecer rangos de valores del fracaso responde a
un producto social que cercena el ánimo creativo. Estamos tan acostumbrados a
las opiniones ajenas que perdemos de vista nuestra propia inquietud, nuestras
propias virtudes. En el escenario actual abundan los que amenazan con penalizar
los fracasos, en cualquier ámbito de la vida y bajo cualquier argumento de
valoración. Es una forma de infundir miedo innecesario; un veneno que corroe
las iniciativas. ¿Quién puede exponerse a un castigo seguro si no consigue
complacer al entorno? Sólo el más atrevido, el emprendedor de verdad.
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