lunes, 2 de diciembre de 2013

¿Inversor? No a mí, gracias

El silencio es más pesado que la palabra.

Inversor
@morguefile
Hoy quiero retomar el hilo de lo que hace poco tiempo abordé en un artículo sobre la inexactitud de las palabras, sobre todo cuando hablamos del inversor. He oído en estos días a alguien ponderar la impresionante cantidad de palabras que decimos sin pensar, con lo importante que es medirlas a tiempo para evitar los daños de haberlas pronunciado. Yo podría añadir que a veces no decirlas en el momento adecuado es más grave que decirlas o escribirlas mal.

He comprobado, en poco tiempo, que el mercado de las personas, ese escenario de la oferta y la demanda donde los seres humanos actualmente decidimos encontrarnos y dibujar las relaciones a medida, como son las redes sociales, no es tan brillante como quisiéramos ni tan malo como nos dijeron. Allí bullen las palabras, allí se viven tiempos de invenciones, incluso pareciera que sólo triunfan quienes mejor saben marear con oratorias grandilocuentes, sin pensar en el contenido ni en las consecuencias. Así he podido encontrarme a personas sumamente hostiles, con independencia de sus trayectorias profesionales, dedicación, procedencia; y del mismo modo, para mi regocijo, he topado con gente sumamente educada, cordial, abierta, sincera, igualmente con independencia de la procedencia, de mi procedencia, experiencia y propuesta profesional. A eso iba, a la propuesta profesional, porque me he cruzado con quienes prometen, critican o desmerecen; por eso he decidido disparar este dardo, asumiendo de antemano las consecuencias.

Es natural que en ese trajín de nuevas relaciones surjan las oportunidades profesionales. Cuando los acercamientos dibujan las posibilidades, las ilusiones se disparan. Esa fue mi desgracia. Entusiasmado por la posibilidad de conseguir financiación para mi iniciativa, remití una carta a un inversor, autor de un concluyente artículo que explicaba la escasez de proyectos significativos que pudieran ser merecedores de las inversiones que su empresa estaba dispuesta a llevar a cabo. Esto me animó de manera especial, así pues, le envié una carta personalizada, consciente de que mi posición en la empresa y mi trayectoria me capacitaba para hacerlo. El resultado de esa carta es este artículo. Este distinguido inversor ni siquiera tuvo a bien enviarme un acuse de recibo. Comprendería si me dijera que mi propuesta no reunía la calidad ni la trayectoria necesaria para ser merecedora de su atención. Pero nada. No pretendo convertir esto en un producto de la indignación, porque restaría valor al contenido, simplemente pongo sobre la mesa una realidad, la que sufren infinidad de emprendedores a la hora de conseguir el ansiado apoyo que podría ayudarles a poner en marcha su negocio o propuesta. No es verdad que abunden inversores abiertamente dispuestos a ayudar a los emprendedores, como tampoco es verdad que no haya ninguno.

Con unas pocas palabras me habría bastado. Para mí el silencio es más pesado que la palabra, la indiferencia quema más que la verdad, sobre todo en el mundo de la ilusión, la que lleva dentro un emprendedor al pergeñar una idea, al prometerse a sí mismo un proyecto, al hacer pública su propuesta. Mucho más allá de la valoración razonable, el hecho de no recibir una respuesta lleva implícito la tristeza. Las acciones adquieren una gran importancia cuando nos afectan directamente, cuando ponen ante nosotros la posibilidad de morir. Por cada idea que desaparece muere una ilusión, por cada decepción de un emprendedor muere la posibilidad de descubrir algo nuevo. 

      

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